Para acercarnos a conocer algo mejor al santo de hoy, San Dimás.  El primer santo de la Iglesia Católica, canonizado directamente por Jesús tenemos que viajar al viernes santo, la atmósfera creada, el olor y la esquina de nuestra imaginación se convierten en cómplices para contemplar el diálogo de los hombres que comparten el mismo suplicio. Un grupo indeterminado de crucificados, de hombres desnudos a la vista de todos gritan.  En un bosque de cruces, se retuercen de dolor, dialogan entre sí.  Los espectadores saciados de desprecio asisten al escabroso espectáculo. «A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Si es rey de Israel que baje ahora de la cruz y creeremos en Él.  Ha puesto su confianza en Dios, que lo libre ahora, si es que lo quiere» (Mt 27, 42-43).  Cuentan que en este trance Jesús tiene sed (Cfr Jn 19,28).  Cuentan que «hasta los ladrones que habían sido crucificados con Él lo insultan» (Mt 27, 44). Gestas, uno de los malhechores crucificados lo desafiaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías?  Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23, 39).  La desesperación y la falta de fe nos llevan a retar a Dios.  A girar la cara ante la mirada del crucificado.  Mientras, sigamos imaginando, Verónica abraza y aprieta con fuerza el paño con el que, según cuenta la tradición, enjugó el rostro de Cristo mezclando sus lágrimas con sangre.  Verónica, con lágrimas en los ojos, mira los labios entreabiertos de María la madre de Cristo, ella ilumina el viaje milenario del creyente trepando por los siglos y los huesos. Centremos ahora nuestra atención en dos hombres: Jesús y Dimas; ambos desnudos, maltratados, desangrándose, tiritando por la fiebre, incapaces de retorcerse por los dolores porque están clavados en unos maderos.  Dos hombres con las articulaciones dislocadas, con las heridas del cuerpo ardiendo por el calor del día, con el rostro desfigurado, desencajado, luchando con la muerte.   Dimas cuelga vivo.  Jesús también.  Comparten destino.  El destino une.  Lástima que con frecuencia olvidamos que compartimos origen y destino.  Sus corazones como cera se derriten en las entrañas.  Taladran sus manos y sus pies. Pueden contar sus huesos. Pero no dejes de contemplar a Dimas.  Porque fijar la mirada en el buen ladrón es contemplar tu propio destino: la muerte. Y descubrir que todo lo consumado en el amor nunca será gesta de gusanos.  Que en algún momento de nuestra biografía nos encontraremos cara a cara con Jesús y nos dirá.  «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso».

 

II PARTE

 

Dimas fue crucificado junto con Gestas y con Jesús y tanto Mateo como Marcos coinciden en definirlo con la misma palabra lestes (bandido). Es la misma palabra con la que se define a Barrabás.  Queda claro así que se les califica como combatientes de la resistencia, a los cuales para criminalizarlos los romanos dieron simplemente el apelativo de bandidos.  Son crucificados junto con Jesús porque se les había declarado culpables del mismo crimen: resistencia contra el poder romano.

En Jesús, sin embargo, el tipo de delito es diferente al de Dimas y Gestas, que tal vez habían participado con Barrabás en su insurrección Pilato sabe muy bien que Jesús no había pensado en algo como eso y por ello en la inscripción para la cruz define el delito de manera singular: Jesús Nazareno, el rey de los judíos.  Jesús es proclamado rey públicamente en las tres lenguas de entonces.   Dimas intuye el misterio de Jesús. Sabe y ve que el delito de Jesús era de un tipo completamente  diferente; que Jesús no era un violento. Se da cuenta de que este hombre crucificado a su lado hace realmente visible el rostro de Dios.  Es el hijo de Dios.  Y entonces le implora: Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. Cómo haya imaginado el buen ladrón la entrada de Jesús en su reino y por tanto en qué sentido haya pedido que Jesús se acordara de él, no lo sabemos. Pero, obviamente, ha entendido precisamente en la cruz que este hombre sin poder alguno es el verdadero rey; aquel que Israel estaba esperando y junto al cual no quiere estar solamente ahora en la cruz, sino también en la gloria. La respuesta de Jesús va más allá de la petición.  En lugar de un futuro indeterminado habla de un hoy.  Hoy estarás conmigo en el paraíso.  Estas palabras llenas de misterio, nos enseñan una cosa: Jesús sabía que entraba directamente en comunión con el Padre, que podía prometer el paraíso ya para hoy. Sabía que reconduciría al hombre al paraíso del cual había sido privado: a esa comunión con Dios en la cual reside la verdadera salvación.  Así en las historia de la espiritualidad cristiana, el buen ladrón se ha convertido en la imagen de la esperanza, en la certeza consoladora de que la misericordia de Dios puede llegarnos también en el último instante; la certeza de que incluso después de una vida equivocada, la plegaria que implora no es vana: “Tú que escuchaste al ladrón, también a mi me diste esperanza.”  Reza por el ejemplo el himno latino del siglo XIII, Dies irae